Monday, February 19, 2018

TARDE DE PISCINA/LITERATURA Y CINE: EL NADADOR

PABLO CEREZAL

A Burt Lancaster lo teníamos oculto en la memoria de las tardes de sábado indolente, en las horas de digestión tardía del sofá familiar, entre papá y mamá, a la espera de dar comienzo a esa otra ingesta más opípara que era la calle. Terminar de comer y sentarse frente al televisor, a ver la película que despertaría los ronquidos de padre y el bostezo de madre. Después, decir me bajo a la calle. De aquellas tardes de cine familiar queda en la memoria, firme y juguetona, la figura del actor estadounidense. El temible burlón (The Crimson Pirate, Robert Siodmark, 1952), aquel pirata pícaro de pose atractiva, aquel embrión del canalla simpático que tanto admiraría yo, años después.

Mi infancia no me había preparado, por tanto, para el shock emocional que supuso, años después, ver El nadador, dirigida por Frank Perry en 1968, con un inconmensurable Burt Lancaster como protagonista total y absoluto, casi médium transmisor de un torrente de sensaciones más cercanas a lo paranormal que a lo cierto.

Recuerdo que fue en la adolescencia tardía cuando este film llegó a mi cuarto de estar como préstamo, por corto período, de un gran amigo, cinéfilo de vocación, carácter y ocupación. Los únicos datos de que disponía, antes de su visionado, eran que el director no finalizó su labor debido a discrepancias artísticas, que el testigo lo recogió Sidney Pollack, y que el guión estaba basado en un relato corto de John Cheever que yo no había tenido aún el gusto de leer.

Con tan escueta información me acomodé en el sofá -copa y cigarro a mano, fin de semana en que mis padres habían marchado al pueblo de unos amigos-, apreté el botón de play, y pasé los siguientes 94 minutos sin apenas poder parpadear.

La película nos narra un día en la vida de Ned Merrill. Quizás la más extraña y conmovedora de las jornadas que haya vivido este hombre de complexión prodigiosamente atlética a pesar de su edad -52 años contaba Burt Lancaster cuando rodó la cinta-. Merrill irrumpe en escena explicando su propósito de atravesar el condado en que habita cruzando, a nado, las piscinas de los acomodados conocidos y amigos que se interponen entre el lugar de partida y el de llegada: su propio domicilio. Atravesar a nado una geografía de valles y bosques.

Desconocemos de dónde viene Ned Merrill. Ignoramos por qué aparece, ya en bañador, braceando las aguas de la piscina de unos amigos que, a la vista de la primera conversación que con ellos mantiene, no lo parecen tanto. Y es ya, a partir de esa primera conversación, que se instaura en nuestro entendimiento una sensación de desasosiego y melancolía que no nos abandonará hasta el final del metraje. Ni siquiera después, ¡advierto!

Un portentoso guión hace fluir la historia con la misma facilidad que fluye el cuerpo fornido del protagonista a través de las aguas de las distintas piscinas en que se sumerge. Piscinas calmas, piscinas sin agua, piscinas impecables de redondeados perímetros. Piscinas. Circundadas todas ellas por ostentosas mansiones en cada una de las cuales habita al menos una persona que dialogará con él desvelándonos así, lentamente, un misterio que no acaba de aflorar, explicarse o tomar forma reconocible. Pero… miento: una de las piscinas no pertenece a ningún acaudalado propietario. Es la piscina municipal. Un húmedo perímetro de bullicioso y mareante recreo en que la presencia de Merrill se nos antoja intrusa, fuera de lugar, solitaria entre la muchedumbre, y que nos proporciona, quizás, una de las claves del misterio del que, con tan fascinante parsimonia, pretende hacernos cómplices la película.

Porque sí, nos hallamos, visionando esta pequeña joya, ante un misterio mayor que los de los códigos davincis, harrypotters, imposible missions y demás pasatiempos. El misterio de la decadencia de un ser humano, del declive psíquico y moral de un antihéroe como pocos nos ha regalado el séptimo arte. Y se trata de un atípico y memorable antihéroe porque la película no lo muestra con claridad, más bien traza apuntes y bosquejos sobre el drama de un hombre derrotado y al límite de la cordura.

Y es que, en El nadador, asistimos a un proceso de derrumbe psicológico maravillosamente orquestado por un guión memorable y un acompañamiento visual digno de estudio. Si bien no explica el pasado de este bracista del desasosiego en que se erige Ned Merrill, el largometraje va dándonos pistas mediante las conversaciones que este mantiene con cada uno de los propietarios de las piscinas que atraviesa. Unas pistas que no engañan al espectador dirigiéndole hacia un final previsible pero emocionante, como es habitual en el cine actual. Unas pistas sostenidas por una puesta en escena antológica y una ambientación exterior que va pasando, sin solución de continuidad, de la fotografía casi naif de la naturaleza circundante a inquietantes oscuridades y huidas de foco propias del más monstruoso de los escenarios oníricos.

Finalizada la película no acertamos a concluir si Ned Merrill es un ser deleznable o un buen hombre caído en desgracia. Incluso dudamos si el onirismo de su viaje no será producto del exceso de alcohol trasegado entre brazada y brazada.

Si el espectador pretende ahondar en el misterio que esconde Ned Merrill no le recomiendo que acuda al relato de John Cheever (al fin lo leí). Esto no hará más que acentuar sus razonables dudas. Pero si pretende seguir chapoteando, como el nadador, en las turbias aguas de los sentimientos encontrados, le sugiero que inicie de inmediato la lectura de tan inquietante narración.

Así que aquel atractivo pirata burlón y saltimbanqui había trocado, con el paso de los años, en acuático velocista del desasosiego. Acorde con mi paso de la infancia a la adolescencia, cuando decidí cambiar las sucias páginas de gamberrada de las calles, por las páginas en blanco del escribir solitario. También, el cine, a veces, ofrece páginas en blanco, y El nadador es una de las que pone a disposición del espectador, para que este la cumplimente con sus propias sensaciones y miedos.

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De LA GALLA CIENCIA, 18/02/2018

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