Sunday, February 4, 2018

Métro de Paris, el reptil con sangre caliente

MAURIZIO BAGATIN

Las madeleines de la metropolitana de París son como el Chanel nº 5, el olor a lluvia sobre el asfalto, el perfume de una mujer parisina que vive ya en las afueras, y te atrapan, te envuelven como una droga romántica, te seducen como una Juliette Binoche, como una Fanny Ardant o una Catherine Deneuve… me bajo en Oberkampf, a la Brasserie Au Métro pido una Salade Niçoise, una media baguette y ¼ de Beaujolais, es lo más barato y lo que no te traiciona, casi nunca, el mesero es un portugués, trata de hablar conmigo, lo escucho, me dice que esta noche el Paris Saint Germain jugará contra el Olympique de Marsella, allí juegan dos portugueses amigos de infancia de él y por eso apoyará al equipo del sur; los ricachones parisinos ya se pasaron de antipáticos y en Paris Match nunca han publicado un artículo sobre Pessoa, nunca hablan del encanto del fado. Decido ir al alojamiento, Republique es la siguiente parada; siempre encuentro un clochard, es siempre el mismo, sentado con su botella bien envuelta en un periódico, a veces en una bolsa de plástico, me sonríe y me invita un sorbo, raras veces rechazo, se trata de empatía, de compartir un momento para él seguramente significativo: no le fue bien - o tal vez todo lo contrario - trabajaba como jardinero en Tuileries y lo despidieron con las purgas post Mitterand (las de Chirac para ser más claro), nunca más consiguió trabajo, y así todos lo abandonaron, su esposa, sus hijos (al varón, me cuenta, lo ha visto alguna vez en Porte de Clichy mientras ofrecía algunas monedas a un clochard, a primera vista mucho más mal puesto que él…) y hasta su padre no quiso saber más nada de él: Rea, este es su nombre, se había introducido en los subterráneos de París y de allí salía una o dos veces la semana para tomar el sol, ir a La Défense y mirar más allá, hacia Poissy e imaginar la París del futuro, la Paris que ya Gilliam había imaginado. A veces comparto con él un sándwich de huevos y verduras. Mis encuentros con clochardes diversos me hacían sentir más libre; siempre me indicaba una vía de salida, un escape: su tranquilidad, casi taoísta, me decía que en el fondo la vida depende de veras de como uno la toma.

En Les Halles, abandonado el charme que hasta los años sesenta envolvía el famoso mercado, cuando la soupe à l’oignon era una tapa para empleados de la bolsa igual que para vagabundos de todas las nacionalidades, me bajo solo para dirigirme hacia Porte de Clignancourt, es domingo y mis amigos van a vender al Marché aux puces, sus cachivaches, sus discos rayados - las tapas originales de un LP de los sesenta y de los setenta vale más que 10 CD originales - y lo que encuentran en las buhardillas de los abuelos: una pala con la que su bisabuelo excavó la Línea Maginot, unas copias de Le Figaro del día de la liberación, una serie de sellos conmemorativos de varios colores, imágenes y personajes, en su mayoría a mí desconocidos: valor inestimable para amateur, imprescindibles para coleccionistas hasta las últimas piezas… yo logro truequear mi diccionario de italiano por Easter, un vinil en excelente estado, de Patti Smith.

El metro de París no puede ser, y nunca será un no lugar, podrá ser la metáfora de todo lo que a un etnólogo le parezca, pero no puede ser un no lugar… esta víbora incansable absorbe, atrae y atrapa una variedad caleidoscópica de vidas, todo el abigarramiento humano en síntesis: el senegalés que hasta una semana antes cosechaba cacahuates para una transnacional con sede en Montpellier, el futbolista albanés que pidió asilo político después de un partido en el Parc des Princes y el ruso que sigue intentando vender cámaras fotográficas Leica y Zorki de dudosa autenticidad: una fauna extravagante e inquieta, entre una parada y otra, viveur y desesperados se mezclan con oficinistas apresurados, con galeristas aburridos y con futuros clochardes. 

Subo en Saint Denis y hasta Gare d’Austerlitz no dejo de mirar quién sube y quién baja, me columpio fijándome en sus vestimentas, en sus rasgos, en sus rostros: el fuego del cual hablaba Paul Valéry, que por cierto no es lo mismo, nunca será lo mismo, pero en el Métro hay vida - y hay alegría - que no veo al salir, París no se acaba nunca escribió Vila-Matas, y el Métro es un irrefrenable contorsionista, la serpiente urbana siempre hambrienta y siempre pronta en ofrecer una cara feliz en Pont Neuf y una insatisfecha en Porte de Versailles, una fisionomía abrumadora en Arts et Metiers y otra más gratificadora en la Cité Universitaire; veo gestos desesperados en Porte Dauphine y melancólicos en Châtelet , todos sumergidos en su afanes, en sus amores y en sus búsquedas, estados de ánimos para Augé, radiografías para Houellebecq, análisis para Lacan.

A Gare d’Austerlitz llego que es tarde, el domingo parisino deja aún aires suspendidos en los que mañana irán a su trabajo, en los que un trabajo no tienen, en todos los que adentro de este interminable reptil se han desplegado. El Sena está a pocos pasos, en él sigue navegando  la fábula de Atalante, el Sena de Miller y Céline desliza en su curso inmutabley que no se hablara más de nada.
Enero 2018 

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Fotografía: Janol Apin

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