Sunday, February 18, 2018

Bicicleta

GABRIEL MAMANI MAGNE

A Gloria

No sé si cuenta como trauma de la infancia, pero cuando era niño las bicicletas y yo no nos llevábamos bien. Culpa de La Paz: de sus perros vagabundos y sus calles jorobadas. Todavía me acuerdo de esa perra que vivía cerca del mercado. Hija de puta. Su misión en la vida era defecar cerca del columpio y perseguir todo lo que tuviera dos ruedas. Hembra alfa, sus amigos perros la imitaban apenas veían que correteaba rabiosa detrás de una BMX demasiado grande para su dueño. 

Solo una vez me alcanzó. No me contagió rabia pero sí miedo. Y miedo es la palabra que desde entonces asocié a las bicicletas y a todo lo que tuviera que ver con ellas. La Paz tiene esas cosas: canes que te hacen bullying y niños menuditos sobre bicicletas-caballo.

 Otra cosa que tiene mi ciudad son las colinas. En La Paz, la horizontalidad es una quimera. O subes o bajas, depende de la perspectiva. También depende del capital. Quien vive en la zona Sur -la de más ingresos- dirá “subo al centro”, mientras que quien es habitante de Pampahasi o Villa Victoria, cuando se dirige al mismo lugar, dirá: “voy a bajar”. 

Mi familia era de las que bajaba. Vivíamos sobre la Avenida Periférica -el nombre lo dice todo- y andar en bici, si no te topabas con la perra alfa, era toda una experiencia. Las bajadas eran lo más cercano a volar que uno podía sentir.
Nadie pedaleaba: la gravedad hacía su trabajo. 

Todo lo opuesto a lo que ocurría cuando volvías. Ahí uno se veía obligado a poner la primera marcha y a tonificar los cuádriceps de los muslos, o simplemente agarrar un taxi. Y como mi bicicleta no tenía cambio de marchas y no había plata para taxis -ni para refresco, ni para bolos ni chicitos- el tiempo pasó y mi BMX azul se hizo obsoleta.

Aquí en Río, la relación humano-bicicleta es distinta. Ayuda la geografía. El suelo, el mar, el sol, la biología, todo. El carioca promedio no aguanta la quietud. Huye de ella con la misma urgencia con la que escapa de la sobriedad. Por eso trota, levanta pesas, juega fútbol, baila funk, transa… Y anda en bici.

Sábado por la mañana. Playa de Botafogo, ciclovía. Miro a lo lejos y siento pena por el Cristo Redentor. Paradojas de la vida, hasta da para un meme: es el hijo de un dios y se ve obligado a observar inmóvil cómo todos, menos él, se divierten en el paraíso que su papá ha creado. 

Una muchacha montada en una bicicleta fucsia me sobrepasa. Veo su melena ondulada, sus hombros áureos. Pedaleo con fuerza y vamos palmo a palmo. Observo su rostro, su pierna fibrosa… Y sé que Gloria va a odiarme, pero debo decir que esta mujer -a la que por conveniencia poética imagino futbolera y da gema-– es la mezcla perfecta de África y Europa. Como ella diez, cientos. Efecto óptico: los cuerpos cariocas son como un prisma: contemplas a uno y a los pocos segundos su belleza se ve refractada en otras pieles, en otros colores. 

Puede tratarse de Lagoa o de la playa de Copacabana, de la Avenida Río Branco o de Grajaú, lo cierto es que sensualidad y bicicleta se buscan aquí como fútbol y cerveza un domingo en el que hay juego del Flamengo. Semanas atrás, en Gávea, un morocho flaquísimo pedaleaba a contra ruta en plena calzada. Aunque viejo y mal vestido, su actitud era el retrato perfecto de la dignidad: con una mano agarraba el manubrio y con la otra fumaba un porro al que le quedaban pocas chupadas de vida. 

Me miró con sus ojos chinos por lo marihuanos; su humo era largo, finito, igual al de esas mujeres de las películas independientes que siempre tienen una frase ingeniosa para todo. Paseaba su pobreza en un barrio de ricos y nadie parecía más a vontade que él. Manejaba lento entre el gentío y la brasa de su cigarro era, parafraseando a Saer, más luminosa que todos los faroles de mil ciudades. 

A esta gente le sobra estilo, me dije. 

Que me regalen un poco del sobrante, pienso mientras manejo por Flamengo. Que me contagien algo de su autoestima ciclista, pues pese a que ando por un barrio que conozco bien, el temor de un accidente me encarcela en la paranoia. 

En Río y enjaulado. Así me siento siempre que monto una bicicleta. Si para mucha gente andar en bici es sinónimo de libertad y relajación, para mí pedalear es lo que debe ser un examen de educación física para un gordito en plena edad del burro. Tensión, miedo. Sumémosle a eso el hecho de que no conozco el sentido de las calles, que hay conductores que wasapean mientras están al volante y que mi mente hiperactiva tiende a sobredimensionar hasta los más mínimos, ridículos eventos, y lo que tendremos es a un colla vacilante que dizque bicicletea en una ciudad que no se anda con rodeos. 

Una ciudad que te mima o que te jode. Que te abraza o que te expulsa. Sin puntos medios. 

Pero los días pasan y con ellos el miedo. Haces amigos, callejeas. Conoces lugares, bebes. Y si alguna vez sentí que Río me vomitaba, ahora me doy cuenta de que todo en esta ciudad me abraza.
Desde las olas, que ya no me empujan, hasta el termómetro, que me da una tregua. Los vagabundos me sonríen. El portuñol se transforma en portugués. Tiradentes reemplaza a Netflix. La noche me jala, me aspira: soy su cocaína. Una tarde pedaleo hasta la casa de Gloria sin necesidad de usar el GPS.

Si su mirada no fuese una victoria en sí misma, diría que este viaje es un triunfo, otro pequeño triunfo para este boliviano acostumbrado a convertirse en un puntito en Google Maps antes de llegar a cualquier destino. 

De a poco, le pierdo el respeto a Río. A sus calles, a su delincuencia. Agarro la bici, bajo por mi rua, atravieso la plaza Russel, me interno en el Aterro. Llego a Botafogo, entro a Laranjeiras, tomo la avenida, ando a contramano. Sigo esa rutina durante meses. Con Dave Grohl en los audífonos, a veces; con el rumor de Maluma y sus cuatro babies desde la lejanía de algún bar, otras. La sinfonía de la bici genera sonidos que pertenecen a otros conciertos: más allá de la plaza Mauá, a eso de la medianoche, cuando el silencio lo aquieta todo y me desplazo sin tocar los pedales, el crujido de la cadena acariciando el fierro me transporta a mis días en la Periférica.

Hace frío.
Suena una matraca.
Que aparezca la perra.

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De PÁGINA SIETE, 04/02/2018

Fotografía: REUTERS




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