Friday, November 3, 2017

Milagros de una mujer fatal

HUGO BECCACECE

Seis colosos cargados con un gran cofre de ébano y oro avanzaron por el escenario del Teatro del Châtelet, seguidos por la mirada hipnotizada del Tout-Paris . Depositaron la preciosa carga en el centro de la escena, y de la enigmática caja sacaron una especie de momia envuelta en bandas de tela. Entonces aparecieron cuatro esclavos egipcios que comenzaron a desenrollar el primer velo, rojo, en el que aparecían cocodrilos bordados en plata; el segundo velo era verde y contaba la historias de las dinastías del Nilo en filigrana de oro; el tercero era naranja; la ceremonia continuó así hasta el duodécimo velo, que dejó ver el bello cuerpo desnudo de Ida Rubinstein, la bailarina rusa hasta entonces casi desconocida que conquistaría Europa. Era una visión de un erotismo hierático y estremecedor. El suspiro de admiración y sorpresa invadió la sala. Era el 2 de junio de 1909 y los Ballets Russes de Serge Diaghilev interpretaban Una noche de Cleopatra, coreografía de Fokine y música de Arensky. El decorado de Léon Bakst quitaba el aliento. Estatuas gigantescas de dioses egipcios encuadraban una vista de las aguas verdes del Nilo en las que el púrpura anunciaba el ocaso.

Jean Cocteau, que estaba presente en el estreno, describió así a Ida: "Ella estaba allí, desnuda, los ojos en blanco, los pómulos pálidos, la boca entreabierta, frente al público estupefacto, demasiado bella, a la manera de una esencia oriental que emana un perfume muy fuerte".

La mujer que esa noche deslumbró a la alta sociedad parisiense con su juventud y su belleza habría de convertirse en uno de los motores más activos de la literatura, la música y el teatro de la primera mitad del siglo XX. Para ella, Gabriele D´Annunzio, Paul Valéry, Paul Claudel y André Gide, entre otros, crearon textos admirables, mientras que Debussy, Stravinski, Honegger y muchos otros compusieron algunas de sus obras más notables. Una de las composiciones clásicas más populares del siglo XX, Bolero, de Ravel, fue el resultado de un encargo de Ida al músico francés.


La inclinación de Ida por el fasto oriental tenía que ver con sus orígenes. La actriz y bailarina había nacido en San Petersburgo el 21 de septiembre de 1883. Su familia era riquísima y poderosa. El padre se llamaba Léon y, la madre, Ernestina. Los Rubinstein pertenecían a esa clase de judíos cuya fortuna los elevaba por encima del desprecio y de las persecuciones de los gentiles. Además, estaban emparentados con otros judíos del mismo nivel, como los Cahen d´Anvers.

En la casa de Ida, lo mismo que en la de muchos judíos cultivados, se recibía a artistas, sabios y escritores. De modo que la muchacha creció en un ambiente lujoso y refinado. Cuando sus padres murieron a causa de una epidemia, Ida pasó a vivir con una prima del padre, la señora Horwitz. Por supuesto, en su nuevo hogar la incitaron a que continuara cultivándose. Ida comenzó a frecuentar los espectáculos del Bolshoi y, de inmediato, concibió la idea de ser actriz y bailarina. Sus familiares se opusieron. En aquel entonces se hacía poca diferencia entre una actriz, una bailarina y una prostituta. Pero Ida, por ser huérfana, era la niña mimada de sus parientes, a la que nada se le podía negar. Por otra parte, tenía sed de conocimientos y era muy curiosa. Leía en latín y en griego, devoraba a los novelistas rusos y se pasaba horas leyendo literatura antigua. Pero nada la entusiasmó tanto como el teatro. Empezó entonces a tomar clases de danza.

La forja de una leyenda
El hecho de ser una heredera daba a Ida suficiente libertad como para intentar algunas aventuras teatrales. Tenía menos de veinte años cuando se entrevistó con el gran pintor y escenógrafo Léon Bakst, al que le pidió decorados para montar Antígona , de Sófocles, en una función de caridad. Bakst accedió pero, temeroso de que la joven resultara un fracaso sobre las tablas, le aconsejó que representara sólo un acto de la tragedia y adoptara el seudónimo de Lvovska.

El estreno fue una sorpresa para la alta sociedad de San Petersburgo. Los decorados y los vestidos creados por Bakst eran suntuosos, e Ida perturbó a todos con su presencia escénica. Era imposible quitar los ojos de ella. Bakst comprendió que se hallaba ante uno de esos raros fenómenos de magnetismo que, de tanto en tanto, se dan en el teatro. La fascinación que la joven ejercía sobre el público tenía que ver posiblemente con su tipo físico, absolutamente inusual para la época y que hoy sería de una gran modernidad. Era una mujer extremadamente delgada, muy alta, medía un metro setenta y cinco, sus ojos de mirada muy intensa tenían una expresión fría y enigmática que, súbitamente, podía adquirir un ardor helado y cruel. Siempre se dijo que tenía una figura andrógina, atractiva para hombres y mujeres por igual. En su cuerpo lánguido se encarnaba el ideal decadente de poetas como Baudelaire o D´Annunzio. Había en sus actitudes y en sus gestos un dejo cruel de perversidad. La seducción y la muerte parecían entrelazarse en sus largos miembros, que ella movía con la sinuosidad de una serpiente mortífera. Era el emblema de la mujer fatal.


Bakst, entusiasmado por el descubrimiento que acababa de hacer, insistió a Diaghilev para que viera a la joven estrella en Antígona . El creador de los Ballets Russes se mostró escéptico pero, en cuanto asistió a una representación, quedó seducido por la muchacha y empezó a pensar en la posibilidad de contratarla para su compañía.

Paradójicamente, la única manera que tenía una joven rica de ese período para conquistar la libertad, era casarse con un pobre. Ida resolvió hacerlo con un primo, Vladimir Horwitz. Ella aportaba su gran fortuna y él debía limitarse a dejarla actuar libremente.
Apenas terminada la luna de miel, planeó poner en escena Salomé , de Oscar Wilde. Glazunov debía componer la música para la danza de los siete velos, que sería coreografiada por Fokine.

Ida nunca fue una buena bailarina; había empezado a estudiar danza muy tarde en la vida, pero la animaba una voluntad de hierro. A pesar de sus extenuantes sesiones de barra y de trabajo muscular, los resultados nunca fueron del todo provechosos. Fokine comprendió que debía sacar partido del extraordinario talento de Ida para adoptar poses que dejaban pasmado al público por su perfección. No había que pedirle movimiento sino, por el contrario, fijarla en posiciones dignas de un cuadro o de un monumento.

Nadie había contado con la censura del Santo Sínodo, que consideró una herejía el texto de Salomé de Oscar Wilde. Se prohibió el recitado de ese texto y entonces Fokine decidió transformar la pieza en una pantomima. El éxito fue absoluto.

Diaghilev, definitivamente conquistado, se aseguró a Ida para la presentación de sus Ballets en París en 1909. Así fue cómo La noche de Cleopatra reveló al público de Francia que Ida Rubinstein sería la nueva estrella, llegada de Oriente.

El poder de la cerveza
En Italia, la artista conoció a Walter Guinness, uno de los hombres más ricos del imperio británico. Los Guinness fabricaban la célebre cerveza homónima. Atractivo y seductor, Walter estaba muy interesado en política y llegó a desempeñar un papel clave en Medio Oriente. Con el tiempo, recibiría el título de barón de Moyne.

Cuando Ida se encontró con él, Walter ya estaba casado con Hilda Stuart Erskine, hija del conde de Buchan. Ella era una mujer discreta que jamás dijo nada sobre la relación entre su marido y la bailarina, que se mantendría hasta la muerte. Tampoco se quejó del dinero que Guinness quemó en los fastuosos proyectos de Rubinstein. De todos modos, la riqueza de los Guinness era inagotable. Un diez por ciento de lo que costaba un litro de cerveza estaba destinado a mantener la vida rumbosa de Ida y la producción de sus espectáculos.

En París, el nuevo ídolo tenía un grupo de admiradores liderados por el conde Robert (Quiou-Quiou) de Montesquiou, árbitro de la elegancia de la sociedad francesa. Aunque Quiou-Quiou no estaba interesado en las mujeres, adoraba a las divas. Sus diosas eran Sarah Bernhardt e Ida Rubinstein. La enorme influencia que Montesquiou ejercía sobre la alta sociedad impuso a Ida en forma definitiva. Además, el conde le transmitió su pasión por el simbolismo, la pintura de Gustave Moreau y la estética decadentista, y la puso en relación con Gabriele d´Annunzio.

Veinte minutos de erotismo
El papel que terminó de consagrar a Ida fue el de Zobeida en Scheherezade , el ballet que Serge Diaghilev creó para los Ballets Russes. El argumento es simple: el sultán parte de caza y deja el harén al cuidado de su favorita, la bella Zobeida. Pero ella se entrega a una orgía con los esclavos negros y todo termina en una escena sangrienta cuando el sultán, que ha regresado, sorprende la bacanal y mata a Zobeida y a sus compañeros. Esos veinte minutos de danza cambiaron el gusto de París y del teatro contemporáneo. El erotismo y la violencia que reinaban sobre el escenario conquistaron al público.

Cuando el ballet llegó a su fin, la ovación fue una catarsis. En vez de aplaudir, las mujeres, frenéticas de excitación, golpeaban sus abanicos contra el antepecho de los palcos hasta destrozar las varillas y el encaje de sus frágiles accesorios. D´Annunzio, que se encontraba entre los espectadores, se precipitó al camarín de Ida. Ella aún no se había cambiado la ropa de escena y la vestimenta dejaba ver sus magnífica piernas. D´Annunzio se arrojó al piso, besó los pies de la artista, deslizó sus labios por las célebres extremidades hasta las rodillas, después los elevó hasta los muslos, por último llegó hasta la ingle izquierda. Ida, halagada y atónita a la vez, se dejaba hacer. Gabriele, que desde hacía tiempo soñaba con escribir una obra sobre San Sebastián, había encontrado por fin a su mártir.

Impulsados por Montesquiou, Ida y D´Annunzio, Fokine y Bakst se pusieron a trabajar en una obra sobre el mártir cristiano. Pero no sabían a quién encargar la partitura, hasta que finalmente se decidieron por Debussy.


El estreno de El martirio de San Sebastián quedó fijado para el 22 de mayo de 1911. El arzobispo de París condenó la pieza por el texto, pero también porque le parecía inadecuado que una mujer interpretara a un santo. Por si fuera poco, Ida, como correspondía a la tradición, estaría casi desnuda sobre la escena. Y para colmo, era judía, un detalle nada desdeñable en la Francia antisemita, agitada aún por el affaire Dreyfus.

La noche del estreno, el teatro estaba repleto. Sin embargo, esa primera versión de El martirio no fue un éxito, la pieza era excesivamente larga. Con todo, impresionó como una obra maestra del futuro.

A partir de El martirio, Ida se convirtió en mecenas de grandes artistas. No se limitaba a hacer encargos, además realizaba esos proyectos y se reservaba los papeles protagónicos. Así representó en 1912 La Pisanella o la muerte perfumada, con texto de D´Annunzio y música de Ildebrando Pizzetti.

Asmáticos abstenerse
La Pisanella es una prostituta a la que el pueblo de Tiro confunde con una santa. Como consecuencia de esa confusión, la prostituta se redime. La reina, celosa de esa mística parvenue , la hace morir sepultada por una lluvia de pétalos de rosa. Por supuesto, Ida quiso que los pétalos fueran reales. No había contado con el efecto del intenso aroma de las flores. El día del estreno, cuando el escenario del teatro quedó invadido por las rosas, el público se mareó por el perfume y hubo que evacuar a los asmáticos, a punto de morir sofocados como la Pisanella.

Cuando estalló la guerra de 1914, Ida fundó un hospital auxiliar en el hotel Carlton. Además se convirtió en enfermera voluntaria, y Chanel creó para ella una cofia de estilo egipcio. La intérprete era muy compasiva y visitaba los hospitales de campaña, adonde llegaba en su Rolls Royce o en su Hispano-Suiza, como una faraona. Pedía permiso a los médicos para distribuir entre los heridos las cajas de champagne rosé que cargaban su chófer y un valet. Al enfrentarse con esa visión de lujo y de belleza, los heridos no sabían si deliraban o si ya habían muerto y gozaban de una imagen celestial.

Paralelamente, la actriz nunca dejó de perfeccionarse. Trabajó su dicción francesa, fuertemente marcada por el acento ruso, con Sarah Bernhardt, a la que había sido recomendada por Montesquiou y Gabriele D´Annunzio. Sarah admiraba mucho a Ida. Había caído, como todos, bajo la fascinación de sus gestos, que ella copiaba de los vasos griegos y de los frisos egipcios. Después del armisticio, Rubinstein volvió a encargar y a estrenar numerosas piezas. Puso en escena, por ejemplo, una Fedra, de D´Annunzio, con música de Ildebrando Pizzetti, y montó La dama de las camelias , de Dumas, pocos días después de la muerte de Sarah Bernhardt, su maestra. Afortunadamente, la divina Sarah había transmitido a su alumna los secretos de su Margarita Gautier, que quedaron milagrosamente conservados en la entonación y los ademanes hipnóticos de Ida.

La conversión
Entre los muchos proyectos concretados por Ida en el período de entreguerras, se destacan el ballet Istar, con música de Vicent d´Indy (Walter Guinness le regaló a su amante un yate, el Istar, en homenaje a la interpretación de la bailarina), Fedra , de D´Annunzio con música de Honegger; Orfeo , pantomima de Roger-Ducasse , Amphion ySemiramis, ambas piezas con texto de Paul Valéry y música de Honegger y Diana de Poitiers , ballet de Jacques Ibert sobre un libreto de la duquesa de Gramont.

Sin duda, las dos obras más destacadas que la actriz comisionó en aquellos años fueron Juana de Arco en la hoguera, texto de Claudel y música de ArthurHonegger, y Bolero, de Maurice Ravel. Quizá habría que agregar otra, Perséphone, música de Stravinski y texto de André Gide, pero Ida nunca se sintió conforme con esa producción porque tuvo diferencias con Stravinski, que finalmente le valieron la enemistad del compositor. ƒste, en señal de independencia, ofreció a Victoria Ocampo el papel de recitante en la versión que se presentó en el Maggio Fiorentino. Por si fuera poco, le regaló a la argentina el manuscrito de la partitura. Debe decirse que varias de las coreografías posteriores de Bolero , entre ellas la de Béjart para Maia Plissetskaia, responden al modelo impuesto por Rubinstein: una mujer, especie de sacerdotisa, con leves movimientos, enardece a un grupo de varones a los que, en el crescendo final, devora.

La creación de Juana de Arco fue un proceso muy emocionante. En 1933, la actriz asistió con Arthur Honegger a varias representaciones de los Téhophiliens, un grupo de estudiantes de la Sorbona que interpretaban misterios medievales. Entusiasmada, encargó a Claudel que escribiera un texto sobre la Doncella de Orléans en ese mismo estilo, y a Honegger que le pusiera música. Alexander Benois se encargaría de los decorados y del vestuario. El escenógrafo tuvo la idea, recogida posteriormente en todas las versiones, incluso en la última que dio el Teatro Colón (la misma que se repetirá este año), de colocar a Juana sobre una columna. Lamentablemente, Ida sólo pudo interpretar el papel en versión de concierto. Una serie de inconvenientes retrasó durante años el estreno hasta que, finalmente, se ofreció como oratorio en Basilea, en 1938.


El contacto con Claudel y el estudio de la figura de Juana de Arco terminaron por imprimir un viraje místico en la vida de la actriz. Se convirtió al catolicismo, aunque no hay testimonio de que haya sido bautizada. Abandonó la vida mundana y empezó a hacer retiros en monasterios, en los que se alojaba con su doncella, su chauffeur y el peluquero. Llegó a decirse que se había hecho monja.

El hada del aire y de la noche
Cuando estalló la Segunda Guerra y Francia fue invadida por los nazis, la situación se hizo peligrosísima para una celebridad judía como la bailarina, que entonces escapó y se refugió en Londres. Allí la esperaba su amante de toda la vida, Walter Guinness, recientemente distinguido por el rey con el título de barón de Moyne.

Durante la Segunda Guerra, la actriz tomó como domicilio una lujosa suite del Ritz. Deseosa de ayudar a los combatientes, se convirtió en la madrina de la cuadrilla de pilotos franceses Alsacia. La trágica se esforzaba por ser una madre para esos muchachos, a los que recibía en los salones del Ritz. Todos se sentían fascinados por ella. Jean Maridor, uno de los pilotos, recordaba que, una noche, en compañía de su novia, comía con Ida en la suite de ésta en el hotel cuando, de pronto, sobrevino un ataque alemán. Las bombas comenzaron a llover e Ida, impasible, le dijo al mucamo: "Sirva más champagne a este joven valiente que se ocupa de cazar esas bombas".

Rubinstein volvió a París después de la Liberación. La esperaba una noticia trágica. Se trataba de Lord Moyne, que había sido destinado a Egipto como Ministro residente del Medio Oriente. Inmerso en complejas negociaciones, rodeado de espías y enemigos, fue asesinado por dos sionistas. Su amante se encerró entonces en la casa de la Place des Etats Unis y no quiso ver a nadie. Decidida a evitar la vida mundana, se fue a vivir a Biarritz, donde alquiló la villa Paz, que pertenecía al propietario del diario La Prensa de Buenos Aires.

A comienzos de 1953, Ida se estableció en Saint-Paul de Vence, en la villa Les Olivades. Lo que más anhelaba era el silencio. Le gustaba ver caer la noche. Se sentaba en la terraza de su residencia para contemplar cómo las colinas y los valles eran ganados por la oscuridad. Después se dejaba estar, a veces, hasta el alba. No dormía. Recordaba. Antes de decirle a su ama de llaves que podía retirarse, le anunciaba, por ejemplo: "Hoy, Juana de Arco". Su servidora sabía que esa noche Madame evocaría en las tinieblas a Claudel, a Honneger, a la santa. Así se sucedían las "funciones" del pasado (El martirioScheherezadeSemiramis). Durante una de esas vigilias, el 20 de septiembre de 1960, la sorprendió la muerte. La lista de los títulos con los que bautizaba sus noches son hoy patrimonio de la humanidad, un legado de música y palabras atesorado por una mujer a quien se acusó, con frecuencia, de frivolidad y narcisismo.

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De LA NACIÓN, 20/02/2002

Imágenes:
1 Ida Rubinstein, por Valentín Serov
2 Ida Rubinstein, por Romaine Brooks, 1917
3 Traje de Ida Rubinstein para El mártir de San Sebastián, por León Bakst, 1911
4 Diseño de León Bakst para Ida Rubinstein en Helena de Esparta, 1912
5 Ida Rubinstein en Fedra, 1923, por James Abbe


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