Wednesday, September 20, 2017

Circo de culpas y confesiones

ÁLVARO VÁSQUEZ

Al escuchar hablar de circo, no pienso en payasos ni en animales salvajes; ni siquiera en el famoso circo romano. Pienso en el morbo hecho espectáculo y en los reflectores sobre seres monstruosos, sobre los freaks, los extraños… los otros; y recuerdo al Obsceno pájaro de la noche de Donoso, donde lo monstruoso devenía en virtud.

Pablo Cerezal nos habla de esos circos, creo (aunque hable de acróbatas y tragafuegos). Y también nos cuenta de los circos actuales, que gustan no por la habilidad artística o grotesca apariencia de sus figuras, sino por el nivel de tecnología y efectos especiales que muestren. Circos que olvidan el factor humanoComo en tantas ocasiones, ya. Demasiadas, dice el autor de Breve historia del circo, el libro que me mueve a escribir estas líneas.

Y acaso la vida actual se parezca a un circo más de lo que creemos, por su antiquísimo origen, por el morbo con lo que los sociólogos llaman la otredad, que en lugar de ayudarnos a establecer nuestra propia identidad, nos impulsa a discriminar a la ajena; y por ese olvidar al ser humano, una y otra vez. Olvido del ser humano no en abstracto, sino de ese de carne y hueso, cuya vida y sufrimiento están ahí, al alcance de la mano, como en un espectáculo, al que cada día vemos, olemos y evitamos tocar.

Pablo Cerezal nos cuenta de su autoexilio en Cochabamba, de su trabajo con un grupo de niños malabaristas de la calle, de sus frustraciones, de sus efímeras alegrías, de su soledad, su gato, sus vicios, sus monstruos y sus pesadillas. Literatura confesional, la llaman algunos.

Quizá por haber pasado mi niñez y adolescencia en un colegio religioso, al hablar de confesión pienso en el sacramento confesional del catolicismo, en esa confesión que viene signada no por la confianza o por la solidaridad (que creo es la que motiva el texto de Pablo), sino por la culpa. Culpa que necesita de arrepentimiento y de sufrimiento antes de la expiación. La inquisición de filos, hoguera y sangre ya terminó, dicen, pero el sufrimiento y la culpa siguen siendo materia prima de la labor clerical.

¿Qué culpa paga Pablo Cerezal, que para ser expiada exige que se muestre desnudo a través de este libro? El texto, más que una confesión, parece un acto masoquista que le hace abrirse heridas desde las cuales escribe luego, hurgando más y más profundo, hasta que sangren las ideas, las letras, las intimidades que dejan de ser tales al volverse cilicios que ciñen el cuerpo de quien así escribe.

Leer el libro me tomó más tiempo del previsto, no por denso o aburrido, no; sino porque gustoso acepté todas sus invitaciones, aquellas que me llevaron a leer a Kant, a releer fragmentos de Nietzsche o Miller, a escuchar a Quique González. Pero sobre todo, porque siempre me tomó (demasiado) tiempo y esfuerzo leer poesía, y este libro, además de tener varios poemas, (o uno solo, diseminado entre más de doscientas páginas de prosa y fotografías, en las que también me detuve varias veces), tiene poesía impregnada en todo el texto, y por eso es necesario y hasta placentero volver a algunas líneas o páginas, y quedarse ahí, disfrutando. Prosa poética, la llaman los que saben.

El texto cuenta las vivencias del autor en Cochabamba, una ciudad que conozco razonablemente bien, pero que redescubrí a través de sus letras. Y no porque muestre sitios por mí desconocidos (que sí lo hace), sino porque la Cochabamba que muestra esta Breve historia del circo es mi propia ciudad, y acaso cualquier otra que se vea a través de los ojos que el texto nos obliga a tener abiertos. Ojos que se ven forzados a reparar en aquello que la cotidianidad, la apatía, la indiferencia o una simple y egoísta estupidez nos impiden ver día a día. La mendicidad, la miseria de tantos niños que hacen de la calle hogar y de sus esquinas cementerio. Ojos que, con su mirada ya desvelada por la pluma del autor, nos muestran en toda su hipocresía ese disfraz de risas, algarabía y baile, sus cordialidades susurradas a media asta, su gangrena de falsas alegrías y borracheras sin sentido.

Y tal como nos muestra una ciudad que termina siendo la nuestra (sin importar cuál sea), ésa que más que acogernos, simplemente nos ha hecho un hueco, nos muestra también al autor desnudo, voluntariamente indefenso y acaso gozoso de exponerse a través de su texto, consiguiendo que también reconozcamos en las suyas nuestras propias miserias, frustraciones, miedos y vergüenzas, aquellas que quisiéramos callar por siempre, pero que a falta de la nuestra encuentran otra voz, esa que presta Pablo Cerezal, robando nuestras vivencias o regalándonos las suyas, no lo sé.

Y retrata nuestras vidas mientras nos cuenta la suya, mientras nos habla de la inocencia que nos permite ser a los ojos de nuestras madres seres humanos dignos de ternura; de nuestra cruzada por obtener un salario de fin de mes y postrera esperanza; de esa añoranza de amor que reclama espejos en que sorprender tu recuerdo; y de esa esperanza que llega de la diminuta mano de un hijo, ese que se vierte en el caudal de ternura de nuestras vidas, aquí afuera, donde la luz, hoy, es milagro que abreva en tus labios de beso y futuro.

Y el texto deja de ser ajeno porque, inmisericorde, saca a la luz aquello que quisiéramos ocultar, y nos hace suyos; porque grita aquello que tememos incluso susurrar, porque destruye nuestra intimidad, apropiándosela; porque nos incita a volver atrás en sus páginas, a releer sus versos y a apreciar sus fotografías, para así prolongar el viaje hasta la línea final, cautivándonos.

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De ENTRE LÍNEAS (blog del autor), 19/07/2017


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